Nada peor que estar triste por nada, sin motivo exacto ni dedo ni llaga ni gasas ni alcohol ni amnesia o prozac o terapia. Hundida en el asiento trasero del taxi, con los ojos clavados en tu cristal, observas unas calles que no importan. Ya nada entretiene, ni siquiera esta música jovial que ahora suena por todo el habitáculo y busqué para ti. Tampoco sirve de nada chequearse por dentro: no hay conclusiones ni motivos para esa falta de ánimo. Hoy despertaste así tal vez por culpa de un sueño contrariado que no recuerdas o víctima del típico cúmulo de problemillas que no serían nada por sí mismos, aislados, pero arman la de Dios si se entremezclan y colman el vaso.
No eres de las que hablan (pareces tímida, reservada). No te gusta que nadie se meta en tu vida o no la cuentas porque crees que a nadie importa. Y puede que ahora pienses que es por eso, que de tanto acumular luego explotes. Que abrirte y contar las cosas tal vez no sirva pero al menos libera: le deja un hueco en el alma a lo que venga después. Aunque de nada serviría soltarse ahora, ¿por dónde empezar…?
En estos casos sólo sirve tirar de instinto de supervivencia; que suceda algo que te obligue a saltar como un resorte y te incite a tomar la única opción posible: la vida en sí misma.
Por eso clavé el freno y giré el volante con furia y derrapé el taxi. Para que te asustaras. Para que salieras de tu tristeza a golpe de shock y no pensaras en nada más que en vivir y suspiraras de alivio porque al final de aquella maniobra suicida y por los pelos, no nos empotramos contra aquel camión. Feliz, espero, por seguir viva.